“Ethan Frome”
Nota introductoria
Esta historia me la contaron, fragmentariamente, varias personas y, como suele suceder en tales casos, cada vez era una historia distinta.
Si conoce usted Starkfield, Massachusetts, sabrá dónde está la oficina de correos. Si conoce la oficina de correos, tiene que haber visto subir hasta allí a Ethan Frome, soltar las riendas de su bayo de hundido lomo y cruzar cansinamente el suelo de ladrillo hasta la columnata blanca; y seguro que alguna vez se ha preguntado quién es.
Fue allí donde lo vi por primera vez, hace ya varios años, y la verdad es que me impresionó mucho su aspecto. Todavía era el personaje más sorprendente de Starkfield, pese a ser ya sólo una ruina de hombre. No era su elevada estatura lo que lo hacía destacar, pues los «nativos» se diferenciaban claramente por su flaca altura de la gente de origen extranjero, más bajas y achaparradas; era aquel aspecto vigoroso e indiferente, pese a una cojera que frenaba cada uno de sus pasos como el tirón de una cadena. Había algo lúgubre e inabordable en su rostro y estaba tan tieso y canoso que lo tomé por un viejo y me sorprendí mucho al enterarme de que no tenía más de cincuenta y dos años. Me lo dijo Harmon Gow, que había conducido la diligencia de Bettsbridge a Starkfield en los tiempos en que aún no había ferrocarril y que conocía la crónica de todas las familias del trayecto.
—Está así desde el accidente; y de eso hará veinticuatro años el próximo febrero —me dijo Harmon, en medio de evocadoras pausas.
El «accidente» (según supe por el mismo informador), además de dibujar aquella cicatriz roja en su frente, le había acortado y paralizado el lado derecho, por lo que le costaba un visible esfuerzo dar los pocos pasos que mediaban entre su coche y la ventanilla de la oficina de correos. Solía venir de su granja todos los días hacia el mediodía, y como ésa era la hora en que yo iba a buscar el correo, solía cruzármelo en el porche o hacer cola con él mientras esperábamos los movimientos de la mano distribuidora del otro lado de la rejilla. Observé que, pese a acudir tan puntualmente, no solía recibir más que un ejemplar del Bettsbridge Eagle, que se guardaba sin mirarlo en un bolsillo astroso. Pero de vez en cuando, el encargado de correos le entregaba un sobre dirigido a la señora Zenobia (o señora Zeena) Frome, que normalmente llevaba en la esquina superior izquierda, muy visible, la dirección de algún fabricante de medicamentos y el nombre del producto. Ethan Frome guardaba estos documentos en el bolsillo también sin mirarlos, como si estuviera demasiado acostumbrado a ellos para interesarse por su número y variedad, y se iba, con un silencioso cabeceo de despedida al encargado de correos.
En Starkfield todo el mundo lo conocía, y le ofrecía un saludo acorde con su actitud seria. Pero se respetaba su carácter taciturno y sólo raras veces le salía al paso uno de los más viejos del lugar para cruzar con él unas palabras. Cuando sucedía esto, él escuchaba tranquilamente, los ojos azules clavados en la cara de su interlocutor, y contestaba en tono tan quedo que yo nunca conseguía captar sus palabras; luego volvía a subir torpemente a su coche, tomaba las riendas con la mano izquierda y se alejaba lentamente hacia su granja.
—¿Fue un accidente muy grave? —le pregunté a Harmon, viendo alejarse a Frome, y pensando que gallarda debía resultar aquella cabeza enjuta y atezada, con su mata de pelo claro, asentada en aquellos hombros vigorosos, antes de que se encogiesen y se deformasen.
—Fue horrible —me confirmó mi informador—. Más que suficiente para matar a cualquier hombre. Pero los Frome son duros. Ethan llegará a los cien.
—¡Dios santo! —exclamé.
En aquel momento, Ethan Frome, tras subir a su asiento se había inclinado para comprobar la estabilidad de una caja de madera (también tenía la etiqueta de un farmacéutico) que había colocado en la parte posterior del coche y vi su cara tal como debía ser cuando se creía solo.
—¿Dice que ese hombre va a llegar a los cien? ¡Si parece ya muerto y en el infierno!
Harmon sacó un trozo de tabaco del bolsillo, cortó un pedazo y se lo metió en la correosa bolsa del carrillo.
—Creo que ha pasado demasiados inviernos en Starkfield. Los listos se van, casi todos.
—¿Por qué no lo hizo él?
—Alguien tenía que quedarse y ayudar a los viejos. Nunca hubo nadie más que él en la casa. Primero su padre..., luego su madre..., más tarde su mujer.
—¿Y luego el accidente?
Harmon rió sardónicamente.
—Eso es. Después de eso tuvo que quedarse.
—Comprendo. Y desde entonces, ¿han tenido que cuidarlo?
Harmon se pasó el tabaco al otro carrillo, pensativo.
—Bueno, en cuanto a eso..., yo creo que Ethan es el que se ha cuidado siempre de los demás.
Aunque Harmon Gow explicó la historia según sus alcances intelectuales y morales, había vacíos patentes entre los datos que daba, y tuve la sensación de que en esos vacíos de la historia era donde residía su significado más profundo. Pero hubo una frase que se me grabó en la memoria y que fue el núcleo alrededor del cual agrupé mis deducciones posteriores: «Creo que ha pasado demasiados inviernos en Starkfield».
Antes de concluir mi estancia allí, ya sabía yo bien lo que significaba esto. Y, sin embargo, había llegado ya en la época degenerada del autobús, la bicicleta y el servicio de entrega rural, cuando eran más fáciles las comunicaciones entre las aldeas montañesas dispersas, cuando las poblaciones mayores de los valles, como Bettsbridge y Shadd’s Falls, tenían bibliotecas, teatro y salas de la Asociación de Jóvenes Cristianos a las que podían bajar a divertirse, los jóvenes montañeses. Pero cuando cayó el invierno sobre Starkfield, y el pueblo quedó cubierto de una capa de nieve que los pálidos cielos renovaban interminablemente, empecé a comprender cómo debía haber sido allí la vida (o su negación más bien) cuando Ethan Frome era joven.
Mis patronos me habían enviado allí para un trabajo relacionado con la gran central eléctrica de Corbury Junction, y una prolongada huelga de carpinteros había retrasado tanto el trabajo que me vi anclado en Starkfield (el lugar habitable más próximo) casi todo el invierno. Durante la primera parte de mi estancia allí, me había sorprendido el contraste entre la vitalidad del clima y lo mortecino de la comunidad. Día tras día, pasadas ya las nieves de diciembre, un deslumbrante cielo azul derramaba torrentes de luz y aire sobre el paisaje blanco que los devolvía con fulgor aún más intenso. Parecía lógico suponer que aquella atmósfera avivase las emociones, además de la sangre, pero no parecía producir otro cambio que el de amortiguar aún más el lento ritmo de Starkfield. Después, cuando comprobé que a esta fase de claridad translúcida seguían largos períodos de frío sin sol, cuando las tormentas de febrero plantaron sus blancas tiendas en aquel pueblo leal y la caballería impetuosa de los vientos de marzo cargó apoyándolas, empecé a comprender por qué Starkfield salía de su asedio de seis meses como guarnición rendida por el hambre que capitulase sin condiciones. Veinte años atrás debía haber muchos menos medios de resistencia, y el enemigo debía dominar casi todas las líneas de comunicación entre las poblaciones bloqueadas. Y considerando todo esto, comprendí la fuerza siniestra de la frase de Harmon: «Los listos se van, casi todos». Mas, siendo así, ¿qué combinación de obstáculos, fuera cual fuese, había logrado impedir marcharse a un hombre como Ethan Frome?
Durante mi estancia en Starkfield me alojé con una viuda de mediana edad, a quien se conocía familiarmente como la señora de Ned Hale. El padre de la señora Hale había sido el abogado del pueblo de la anterior generación, y «la casa del abogado Varnum», donde aún vivía mi casera con su madre, era la mansión más notable del pueblo. Se alzaba a un extremo de la calle principal, y su pórtico clásico y sus ventanas de paños pequeños daban a un caminito enlosado que conducía, entre abetos noruegos, al blanco y esbelto campanario de la iglesia congregacionista. Era evidente la decadencia de los Varnum, pero las dos mujeres hacían lo posible por mantener un aire digno y respetable. Y la señora Hale, sobre todo, mostraba un lánguido refinamiento, muy acorde con su casa, rancia y antigua.
En la «mejor sala» de la casa, con su tapicería de crin negra y su caoba, débilmente iluminada por una gorgoteante lámpara Carcel, escuché, velada tras velada, otra versión más matizada y sutil de la crónica de Starkfield. La señora de Ned Hale no se sentía ni fingía ser socialmente superior a la gente que la rodeaba, pero el azar de una sensibilidad más delicada y algo más de cultura habían creado entre ella y sus vecinos justo la separación suficiente para que pudiera juzgarlos con cierto distanciamiento. No era reacia a ejercitar esta facultad, y yo confiaba en conseguir que me proporcionara los datos que faltaban de la historia de Ethan Frome, o, más bien, una clave de su carácter que me permitiera coordinar los datos que ya conocía. Su cabeza era un almacén de anécdotas inocuas y cualquier pregunta sobre sus conocidos hacía brotar todo un cúmulo de datos; mas, ante el tema de Ethan Frome, se mostró inesperadamente reservada. No había en su reserva indicio alguno de aversión; advertí sólo una resistencia insuperable a hablar de él o de sus asuntos, un grave: «Sí, le conocía a los dos..., fue horrible...», parecía ser la máxima concesión que su congoja podía hacer a mi curiosidad.
Tan marcado fue el cambio de actitud e implicaba tales honduras de triste iniciación que, con cierto temor a resultar impertinente, planteé de nuevo el caso a mi oráculo del pueblo, a Harmon Gow; pero a pesar de mi interés, no conseguí sacarle gran cosa.
—Ruth Varnum fue siempre nerviosa como una rata. Y ahora que caigo, ella fue la primera que los vio cuando los recogieron. Fue justo debajo de la casa del abogado Varnum, abajo, en la curva del camino de Corbury, y fue más o menos por la época en que Ruth se prometió con Ned Hale. Los jóvenes eran amigos todos, y supongo que lo que le pasa es que no soporta hablar de ello. Ya ella ha tenido también bastantes problemas en su vida. Todos los habitantes de Starkfield, como los de comunidades más notables, habían tenido suficientes problemas personales para sentir una relativa indiferencia por los del vecino; y aunque todos admitían que los de Ethan Frome habían superado el nivel medio, nadie quiso explicar el porqué de aquella expresión de su cara que, como yo insistía en pensar, ni la pobreza ni el sufrimiento físico habían podido grabar en ella. No obstante, me habría contentado con la historia fragmentaria que habían ido explicándome de no haberme afectado la provocación de aquel silencio de la señora Hale, y (poco después) la casualidad de mi contacto personal con el propio Ethan Frome. A mi llegada a Starkfield, Denis Eady, el rico tendero irlandés, que era el propietario de lo que más se aproximaba allí a una caballeriza de coches de alquiler, había quedado en llevarme todos los días a Corbury Flats, donde tenía que coger el tren para Corbury Junction. Pero, a mediados del invierno, los caballos de Eady enfermaron de una epidemia local. La enfermedad se extendió a los otros establos de Starkfield, y, durante uno o dos días, tuve dificultades para encontrar un medio de transporte. Entonces, Harmon Gow me indicó que el bayo de Ethan Frome aún se tenía en pie y que tal vez su propietario me llevara con gusto.
Me sorprendió el comentario.
—¿Ethan Frome? Pero si nunca he hablado con él. ¿Por qué demonios iba a hacerme ese favor?
La respuesta de Harmon me sorprendió aún más.
—No sé por qué lo haría, pero sí sé que no le vendría mal ganarse un dólar.
Me habían dicho que Frome era pobre, y que la serrería y los áridos acres de su granja apenas daban para mantener a la familia durante el invierno, pero no había supuesto que estuviera tan necesitado como indicaban las palabras de Harmon, y mostré mi sorpresa.
—Bueno, no le han ido muy bien las cosas —dijo Har-mon—. Cuando un hombre se pasa veinte años o más de aquí para allá como un pasmarote viendo lo que hay que hacer sin hacerlo, se consume por dentro y pierde el coraje. Esa granja de Frome estuvo siempre tan yerma como una jarra de leche por la que ha pasado el gato. Y ya sabe usted lo que vale hoy día una serrería hidráulica vieja como la suya. Cuando Ethan podía trabajar en las dos cosas de sol a sol, conseguía sacar para vivir. Aunque ya entonces su gente se lo comía casi todo y no entiendo cómo se las arregla ahora. Primero lo de su padre, el caballo le dio una coz cuando estaba cogiendo forraje y quedó mal de la cabeza, y hasta que murió se dedicó a tirar el dinero como si los billetes fueran biblias. Luego, su madre se volvió rara y se pasó años sin hacer nada, débil como un niño de pecho; y su mujer, Zeena, ha sido siempre la mayor consumidora de medicamentos del condado. Enfermedades y problemas: Ethan ha tenido el plato lleno a rebosar de ambas cosas desde el principio.
A la mañana siguiente miré la calle y vi el bayo de hundido lomo entre los abetos de Varnum y a Ethan Frome que echaba hacia atrás su gastada piel de oso para hacerme sitio en el trineo a su lado. Después, durante una semana, me llevó todas las mañanas hasta Corbury Flats y fue a esperarme por la tarde para retornarme a casa a través de la gélida noche. La distancia no llegaba a cinco kilómetros en cada trayecto, pero el viejo bayo iba despacio y, aunque la nieve estuviera firme, echábamos casi una hora en el camino. Ethan Frome conducía en silencio, las riendas flojas en la mano izquierda, el rostro curtido y arrugado bajo la visera como de yelmo de la gorra perfilada contra la nieve como la broncínea imagen de un héroe. Nunca volvía la cara hacia mí y sólo contestaba con monosílabos a mis preguntas o a los breves comentarios que me permitía. Parecía parte de aquel paisaje mudo y melancólico, una encarnación de su gélida desdicha, con todo lo tierno y sensible que había en él bien sujeto bajo la superficie. Pero su silencio no era un silencio hostil. Yo sólo tenía la sensación de que Ethan Frome vivía en un aislamiento moral tan profundo que resultaba demasiado remoto para un acceso casual, de que su soledad no era sólo resultado de su infortunio personal, aunque suponía que éste era muy trágico, sino que en ella había, como había comentado Harmon Gow, el intenso frío acumulado de muchos inviernos de Starkfield. La distancia que nos separaba se acortó sólo una o dos veces. Y lo que en tales ocasiones pude entrever aumentó mi deseo de saber más. En cierta ocasión, le hablé casualmente de un trabajo de ingeniería en el que había participado el año anterior en Florida y del contraste entre el paisaje invernal que nos rodeaba y el del lugar en que había estado el año anterior, y, ante mi sorpresa, me dijo:
—Sí, yo estuve allá abajo una vez, y durante una buena temporada pude evocar la visión de aquella tierra en invierno. Pero ahora todo está debajo de la nieve.
No añadió más y hube de suponer el resto por la inflexión de su voz y por su súbita vuelta al silencio. Otro día, cuando iba a coger el tren en Corbury Flats, no encontré el libro de divulgación científica (creo que trataba de ciertos descubrimientos recientes de bioquímica) que había llevado para leer en el camino. No pensé más en él hasta que volví a sentarme en el trineo por la tarde y lo vi en la mano de Frome.
—Lo encontré cuando usted ya se había ido —me dijo.
Me guardé el libro en el bolsillo, nos sumimos en nues-tro silencio habitual. Pero cuando empezábamos a subir el largo repecho que va de Corbury Flats a la loma de Starkfield, percibí en la oscuridad que Frome había vuelto la cara hacia mí.
—Hay cosas en ese libro de las que no sabía una palabra —dijo.
Me asombró menos lo que dijo que el extraño tono de resentimiento de su voz. Estaba claramente sorprendido y un poco ofendido por su propia ignorancia.
—¿Le interesan a usted ese tipo de cosas? —pregunté.
—Solían interesarme.
—En ese libro apenas si hay una o dos cosas nuevas. Últimamente se han hecho grandes progresos en ese campo concreto de la investigación. —Esperé un momento una respuesta que no llegó; luego añadí—: Si quiere leer el libro con más calma, tendría mucho gusto en dejárselo.
Vaciló y tuve la impresión de que se sentía a punto de ceder a una furtiva oleada de inercia; luego dijo secamente:
—Gracias..., me quedaré con él.
Albergué la esperanza de que este incidente sirviera para establecer una comunicación más directa entre ambos. Frome era tan sencillo y directo que yo estaba seguro de que su curiosidad por el libro nacía de un interés sincero por el tema. Tales gustos y conocimientos en un hombre de su condición agudizaban más el contraste entre su situación exterior y sus necesidades interiores, y yo esperaba que la posibilidad de dar expresión a estas últimas acabaría haciéndolo hablar. Pero había algo en su historia pasada, o en su forma de vida actual, que parecía haberlo hundido demasiado en sí mismo para que un estímulo fortuito volviese a arrastrarlo con los de su género. Al día siguiente no hizo alusión al libro y nuestra relación parecía condenada a seguir siendo tan negativa y unilateral como si no se hubiera producido quiebra alguna en su reserva.
Cuando hacía ya una semana que me llevaba a los Flats, una mañana miré por la ventana y vi que había una gran nevada. La altura que alcanzaban las olas blancas agrupadas contra la verja del jardín y a lo largo del muro de la iglesia parecía indicar que había estado nevando toda la noche, y que debía de haber muchísima nieve en el camino. Pensé que lo más probable era que mi tren se retrasase; pero tenía que estar en la central eléctrica una o dos horas aquella tarde, y decidí que, si Frome aparecía, iríamos hasta los Flats y esperaríamos allí la llegada de mi tren. No sé por qué lo expreso en condicional, pues, en realidad, nunca dudé de que Frome apareciese. No era hombre que abandonase sus tareas por las inclemencias del tiempo; a la hora señalada apareció su trineo deslizándose por la nieve como una aparición escénica tras velos de gasa cada vez más densos.
Empezaba a conocerlo ya demasiado bien para mostrar asombro o gratitud por el hecho de que cumpliera su compromiso; pero manifesté mi sorpresa cuando vi que tomaba una dirección opuesta a la del camino de Corbury.
—EI ferrocarril está bloqueado por un tren de mercan-cías que quedó atascado por un desprendimiento de nieve en los Flats —explicó, mientras nos adentrábamos en la hormigueante blancura.
—¿Y por dónde me lleva usted entonces?
—Vamos directo a Corbury Junction, por el camino más corto —contestó, señalando con la fusta hacia la colina de la escuela.
—¿A Corbury Junction? ¿Con este temporal? ¡Pero si hay más de quince kilómetros!
—El bayo irá bien hasta allí si le damos tiempo. Me dijo usted que tenía quehacer allí esta tarde. Procuraré que llegue.
Lo dijo con una tranquilidad tal, que solo pude contestarle:
—Me hace usted un gran favor.
—No se preocupe —contestó.
El camino se bifurcaba delante de la escuela y seguimos un sendero que bajaba por la izquierda, entre ramas de abetos dobladas hacia los troncos por el peso de la nieve. Yo había paseado muchas veces por allí los domingos y sabía que el tejado solitario que se divisaba entre ramas peladas al pie de la colina era del aserradero de Frome. Tenía un aire mortecino y desolado, con la rueda ociosa perfilada sobre las aguas oscuras, salpicadas de espuma blancoamarillenta, y con los devencijados cobertizos cubiertos de su blanca carga. Frome ni siquiera volvió la cabeza cuando pasamos por delante, y, aún en silencio, empezamos a subir la loma siguiente. Kilómetro y medio después, siguiendo un camino que yo no conocía, llegamos a un plantel de manzanos raquíticos que alzaban sus troncos retorcidos en una ladera, entre afloramientos de pizarra que asomaban el morro por entre la nieve como animales que quisieran respirar. Detrás de los manzanos había uno o dos campos cultivados, las lindes borradas por la nieve, y encima, acurrucada entre las inmensidades blancas de la tierra y el cielo, una de esas casas de campo aisladas de Nueva Inglaterra que dan al paisaje un aspecto aún más solitario.
—Esa es mi casa—dijo Frome, con un gesto rápido de su codo tullido; y, ante lo angustioso y opresivo de la escena, no supe qué decir; había dejado de nevar y un fogonazo de acuosa claridad nos mostró la casa de la ladera allá arriba, en toda su quejumbrosa fealdad. Aleteaba en el porche el lúgubre espectro de una enredadera de hoja caduca y las delgadas paredes de madera, cubiertas de una fina capa de pintura, parecían temblar con el viento, que se había levantado al dejar de nevar.
—La casa era más grande en tiempos de mi abuelo: hace años que tuve que quitarle la “L” —continuó Frome, conteniendo con un tirón de la rienda izquierda al bayo que intentaba claramente desviarse hacia la desvencijada cancela de la entrada.
Me di cuenta entonces de que el aspecto insólitamente desolado y raquítico de la casa se debía en parte a la pérdida de lo que en Nueva Inglaterra se conoce como la “L”, ese suplemento largo de aleros empinados que suele edificarse en ángulo recto respecto al edificio principal de la casa y que la comunica, por medio de almacenes y depósitos de herramientas, con la leñera y el pajar. Sea por su sentido simbólico, esa imagen que brinda de una vida ligada a la tierra, y que encierra en sí las principales fuentes de calor y de alimentación, o sea sólo por la consoladora idea de que permite a los habitantes de la casa acudir a su trabajo matutino sin tener que afrontar las inclemencias de un clima tan duro, no hay duda de que la “L”, más que la casa en sí, parece ser el centro, el verdadero núcleo, de la casa de campo de Nueva Inglaterra. Quizás esta concatenación de ideas, que me había asaltado muchas veces en mis paseos por los alrededores de Starkfield, me hiciese percibir un tono nostálgico en las palabras de Frome, y ver en aquel edificio acortado la imagen de su propio cuerpo encogido.
—Estamos muy aislados ahora —añadió—, pero antes de que el ferrocarril pasara por los Flats venía mucha gente por aquí.
Arreó luego al renqueante bayo y, como si la mera visión de la casa me hubiera dado tal acceso a su confianza que ya no pudiera mantener su reserva, prosiguió pausadamente.
—Siempre he pensado que los problemas graves de mi madre se debieron a eso. Cuando el reumatismo la atacó tanto que apenas podía moverse, solía sentarse allí a mirar el camino; y un año que estuvieron seis meses arreglando la carretera de Bettsbridge, cuando las inundaciones, y Harmon Gow tenía que pasar por aquí con la diligencia, se recuperó tanto que casi todos los días bajaba hasta la cancela a verlo. Pero cuando empezaron a pasar los trenes, nadie volvió por aquí y mi madre nunca pudo entender qué había ocurrido, y fue lo que más la angustió hasta su muerte.
Cuando entramos en el camino de Corbury empezó de nuevo a caer la nieve, bloqueándonos la última vista de la casa. Y con ello volvió el silencio de Frome, alzando entre nosotros el viejo velo de reserva. Esta vez no cesó el viento al empezar a nevar. Por el contrario, se levantó un ventarrón que abría de vez en cuando en el cielo andrajoso pálidas briznas de claridad sobre un paisaje agitado y caótico. Pero el bayo era tan firme como la palabra de Frome y conseguimos llegar a Corbury Junction atravesando aquel blanco paisaje desolado.
Por la tarde, cesó la tormenta y, en mi inexperiencia, la claridad del oeste me pareció presagio de una tarde tranquila. Terminé mi tarea lo más deprisa que pude y partimos de nuevo hacia Starkfield con buenas posibilidades de llegar allí para la cena. Pero al oscurecer las nubes volvieron a apiñarse, precipitando la noche, y empezó a caer la nieve, firme y monótona, de un cielo calmo, en una suave difusión universal aún más desconcertante que las ventoleras y remolinos de la mañana. Parecía formar parte de la creciente oscuridad, era como si la propia noche invernal se nos cayera encima capa a capa.
El pequeño rayo de la linterna de Frome se borró de repente en aquella atmósfera agobiante, en la que de nada servían ya su sentido de la orientación ni el instinto hogareño del bayo. Divisamos por una o dos veces un hito espectral que nos indicaba que íbamos sin rumbo, y al que volvía a tragarse luego la niebla; y cuando al fin logramos volver a nuestro camino, el viejo caballo empezó a dar señales de agotamiento. Me sentía culpable por haber aceptado la oferta de Frome y, tras una breve discusión, lo convencí de que me permitiera bajar del trineo e ir andando por la nieve junto al bayo. Nos arrastramos así unos dos kilómetros, y llegamos al fin a un punto donde Frome, atisbando en lo que para mí era sólo noche amorfa, dijo:
—Ahí abajo está la valla de mi casa.
El último trecho había sido lo más duro del viaje. El crudísimo frío y la pesada marcha me habían dejado casi sin resuello y sentía el lomo del caballo hacer tic tac como un reloj bajo mi mano.
—Mire, Frome —empecé—, no tiene sentido que venga usted hasta el pueblo...
Pero él me interrumpió.
—Tampoco que vaya usted —dijo—. Ya hemos tenido bastante.
Comprendí que me ofrecía pasar la noche en su casa y, sin contestarle, lo seguí hasta la cuadra, donde lo ayudé a desenganchar y acomodar al caballo, que estaba agotado. Una vez hecho esto, cogió la linterna del trineo y, aden-trándose de nuevo en la noche, me dijo por encima del hombro:
—Por aquí.
Sobre nosotros, lejos, temblaba un cuadro de luz entre la pantalla de nieve. Renqueando tras Frome, enfilé hacia la luz, y a punto estuve de caer, con aquella oscuridad, en uno de los grandes montones de nieve que había delante de la casa. Frome fue subiendo los resbaladizos escalones del porche, marcando con sus botas un camino en la nieve. Luego alzó la linterna, localizó el picaporte, abrió y entró en la casa. Yo entré tras él en un pasillo bajo y sin luz, en cuyo final había una caja de escalera como una escalerilla, perdiéndose en la oscuridad. A la derecha, una línea de luz perfilaba la puerta de la habitación que emitía la claridad que habíamos visto a través de la noche; y, tras la puerta, oí una voz de mujer que rezongaba quejumbrosa.
Frome pateó en el gastado hule para sacudirse la nieve de las botas, y puso la linterna en una silla de cocina que era el único mueble. Luego abrió la puerta.
—Adelante —me dijo, y la voz quejumbrosa se calló...
Aquella noche descubrí la clave de Ethan Frome y empecé a articular esta visión de su historia...
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