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"Dios tenía miedo"

I

Estos son mis recuerdos.

Disparan y es de noche. Los helicópteros desprenden sus misiles con una detonación que hace pensar en un abismo en el cielo.

Mamá y papá permanecen callados. No hay luces en la casa ni en diez cuadras a la redonda. La french poodleladra histérica. Igual que a nosotros la ha despertado el estremecimiento de las paredes.

El sonido se incrementa. Algo se estrella contra el techo. Me oculto bajo la cama. Sé que si una bomba nos abatiera, no quedaría nada. Sigue el silencio.

La noche se paraliza sobre nuestra casa.

El monstruo se desplaza como una araña negra en el cielo. Su estruendo se convierte en eco. Se ha alejado a sembrar miedo y luces de bengala en otra parte.


II

Debemos entender como un milagro que Pablo haya incorporado a su pensamiento la enseñanza que nuestro Señor Jesucristo le ofrecía…

–¿Qué pasaría si los helicópteros se equivocaran y dispararan sobre nuestra casa? –pregunto a papá en un susurro.

–No pensés en eso –responde incómodo–. Los soldados saben diferenciar entre los subversivos y la gente decente.

Por eso a los cristianos de corazón nos molesta que tergiversen los Evangelios con fines políticos…

–¿Y si pasara?

–Pedile a Dios que no sea así.

–¿Por qué estamos en guerra?

–Porque hay intereses divididos.

–¿Eso qué significa?

–Guardá silencio y poné atención –dice por fin, molesto.

–Me aburre la misa –digo en voz baja. Miro a todas partes. El rostro sereno de la gente a nuestro alrededor me da miedo. Papá dice que no existe el infierno.


III

Saco una revista de la repisa. En dieciséis años la he ojeado dos veces. Veo en sus páginas amarillentas cosas que me causan desasosiego.

En la portada, una niña de cabello negro y ojos intensos sostiene una paloma entre las manos. El animal intenta alzar el vuelo. La niña parece asustada. Sus noches y sus miedos deben de ser también los míos.


IV

Aunque las bombas y los balazos se habían escuchado la mayor parte de la noche, papá pensó que se trataba de algo sin importancia.

A la mañana siguiente, cuando me llevaba al colegio en su auto, decidió pasar por la avenida que corría paralela a la nuestra. Papá no tuvo tiempo de girar. Sólo alcanzó a decir que debía taparme los ojos. No logró identificar que aquello que colgaba de las copas de los árboles que bordeaban la ancha avenida de doble vía, eran pedazos de cuerpos. Y yo, sentada en el asiento trasero, no pude dejar de ver aquel horror que fue mi primer enfrentamiento con los años de pavor que habríamos de vivir durante la década siguiente.

Papá condujo hasta el colegio en silencio. Yo no me atreví a preguntar si debía sentir pena por los muertos que la guardia, según escuché luego en la radio, recogió con palas y bolsas plásticas, a fin de evitar una hedentina en una de las principales calles de nuestra ciudad capital.


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