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Cuento incluído en la antología perezosa "El tipo que creía en el sol"


AMOR A PRIMER AÑEJO

Llegué un poco tarde a la fiesta. Más que nada había ido por compromiso. En realidad las fiestas no me gustan, sobre todo porque nunca ligo. En eso soy fatal cantidad. Nunca me empato. Pero días antes una compañera de trabajo me había invitado. —No dejes de ir, no dejes de ir, ve, sabes, ve. Y, claro, me daba pena. Eso sí, antes de ir, para animarme un poco, tomé la precaución de sonarme cuatro añejos a la roca en el Centro Vasco, que quedaba cerca. Así que llegué un poco más dispuesto. Toqué la puerta y abrió un viejo igualito a Oliver Hardy. Casi le pregunto:¿Está Stan?, pero me contuve. Me miró fijamente y gruñó como Humphrey Bogart doblado al español en Tener y no tener: —No, no es aquí, majo, es al lado. Toqué a la otra puerta y casi podría jurar que el humo salía por debajo. Ahora no estoy muy seguro, ya dije que me había tomado unos añejos. Cuando Ana María abrió, no había duda. Era la fiesta. Esa bulla especial, esa mezcla de voces, murmullos y risas, esa felicidad contagiosa que solo se percibe— en una fiesta y algunos velorios. Ana María sonrió, hizo un gesto indicándome que pasara y me pareció oírle decir: —Vete de mí, no te detengas a mirar las ramas muertas del rosal. Y al propio tiempo, del tocadiscos, la voz inconfundible de Bola de Nieve que me decía: —¡Hola! ¡Qué bueno que llegaste! Pasa, pasa que esto está muy bueno. Es increíble las cosas que se oyen en una fiesta. Además, ya dije que me había tomado… —Siéntate siéntate, que ahora te sirvo una trago. ¿Añejo, verdad? Me senté. Frente a mí había una librero donde se entremezclaban "Lecciones de cartomancia", "La montaña mágica", "Un corazón para dos", de Corín Tellado, y la "Crítica al programa de Gotha". No entendí nada. En eso regresó Ana María. —Mira, tu trago. Tal vez esté un poco flojo, sabes. Me horroricé. Cuando una mujer dice que quizás el jaibol esté un poco flojo, seguramente se le ha olvidado echarle el añejo. Lo probé. Me había equivocado. Lo que no tenía era soda. Tragué duro, pero con dignidad. —No, no está flojo, está bien, está bien. —Me alegro, ¡yo sé que tengo una mano para el jaibol! Pero bueno estás en tu casa, sabes. Ah, espérate, espérate no te vayas de aquí. Te voy a traer una sorpresa. Me horroricé de nuevo. —Martica, ¡Martica! Ven acá, que te voy a presentar a un amigo. Martica se parecía a Buster Keaton, pero con el cuerpo de Serguei Bondarchuk… —Mira, Marta, un amigo, Rosendo… —Mucho gusto, Rosenndrrríguez… —Martrrrvieso… encantada. Nadie entendió ni hostia. —Bueno, los dejo solos. Pórtense bien, ¿eh? Ja, ja. Marta sonrió: —Ja, ja. Yo sonreí: —Ja, ja. Marta empezó hablar. —¿Así que tú eres Rosendo, no? —Sí. —Yo he oído hablar mucho de ti. —¿Ah, sí? —Sí. Pausa. Marta intentó de nuevo. —Pues…, ¿tú trabajas en Comunicaciones, no? —No —¿Ah, no? —No, no. —Ahhh. Pausa. Me tomé otro añejo. Marta no se daba por vencida. —Pero, ¿tú conoces a Ana María desde hace mucho tiempo, no? —Sí, ufff. —Ella es muy buena gente. —¡Ufff! —Este…, Pues sí, yo he oído hablar mucho de ti aunque tú no lo creas. No pude más. Me disculpé cortésmente, como todo un gentleman. —Ahora vengo, voy al baño. —Y me perdí. Yo quería ligar pero no tanto. Cinco añejos más tarde, aún no había podido ligar. Siete intentos, siete fracasos. Tengo una tiñosa parqueada en el hombro, tengo un chino atrás, ¡qué cosa es esto caballeros!, ¿me habrían echado bilongo? Desesperado, me puse a buscar a Buster Keaton con la vista por toda la casa, pero parece que se había ido. ¡Qué desgracia! Buster estaba puesta para mi cartón y la había dejado escapar por una apreciación demasiado exigente. Pensé que había que ser un poco más comprensivo en la vida, no se podía apretar tanto; además, ahora que recordaba, Buster tenía cierta gracia, cierto sentido del humor oculto bajo su carita de palo. Lástima que se hubiera ido. Entonces fue cuando la vi. Era lo único que quedaba suelto por los alrededores. Pesaría unas libras menos que Orson Welles, pero con más edad. Tenía el pelo amarillo pajuzo, y una verruga al lado de la nariz. ¡Qué va! A aquello no había quien le entrara. No era potable.

Cuatro añejos después, con un aburrimiento feroz, volví a mirar a la gorda, y fue una sorpresa agradable darme cuenta de que no estaba tan gorda. Además, el pelo no era tan pajuzo nada, ahí había cierto brillo, un algo que recordaba al trigo. Y además, lo que antes me había parecido una verruga ahora semejaba más bien un lunar. Y provocativo. Sensual, envolvente, hechizante y tentador. No lo pensé dos veces. Me levanté como un rayo y me lancé hacia ella. Uno cuatro metros de distancia. Seis pasos y ya. Pero justamente en ese momento brotó un danzón del tocadiscos y un tipo que salió de no sé dónde la sacó a bailar. ¡Desgraciado! ¡Veleidosa! Hice tremendo ridículo, porque de momento me encontré caminando hacia ningún lugar. Paré en seco abochornado, cortado, con tremenda pena. Me puse la mano en la cabeza, después en el bolsillo, saqué nerviosamente un fósforo, me lo puse en la boca y rallé el cigarro contra la lija. No prendió. Me tomé otro añejo, por lo cual fue necesario hacerme un conteo de protección, pero me recuperé gracias a ese extra que tienen los grandes curdonautas, ese segundo aire de los campeones. Aunque había bastante neblina, pude ver, fascinado, bailar a mi medio tiempo. ¡Qué rico bailaba! Ahora era casi esbelta, grácil incluso —aparte del fondillón—, con su pelambre al aire, suelta la crin hirsuta color trigo y sus hermosos pechos, como dos palomas robustas, se estremecían con gracia al compás del danzonete. ¡Aquella mujer iba a ser mía! Cuando terminó la pieza, la seguí con la vista a través de la bruma que cada vez se hacía más espesa. Aquello parecía Londres, pero mi vista de águila no perdió un instante la figura cautivadora que se deslizaba hacia la terraza como Marilyn Monroe en El príncipe y la corista. Caminé hacia ella, tambaleándome con elegancia. Al fin llegué, y con una cortés genuflexión que me hizo topar la frente contra el brazo del sillón, le dije en un tono que hubiera envidiado Laurence Oliver: —¿Mecoonnccccced sssedesta. . . tapiezzzza? —Cómo no, con mucho gusto. Mi nombre es Furibunda., pero me dicen Fefa. —Iomemamo Rosss… Rosss… Rosssennn… ¡Rosendo! Pero meísennn… meísennn… meísennn… ¡Rosendo! Levanté el trago, que se derramó un poco sobre su vestido, y lo choqué con cuidado contra el jaibol de añejo que ella sostenía en la mano. El vaso se rajó ligeramente. —Porlafef… lafef… lafefamass… masssermosa… queojo-summm… ssumanos vieron—brindé. Y le guiñé un ojo. Creo que le guiñé los dos, porque no vi nada. Ella entonces sonrió, y en la sonrisa me lo dijo todo. Aunque le faltaban dos dientes, aquella sonrisa irradiaba entrega y felicidad. Bebimos al unísono envueltos en la magia del encuentro. Fue amor a primer añejo.

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