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Después de 15 rechazos editoriales, y de mucha necedad, creo que esta novela agranda el estrecho y d


Federico Vite

A propósito de que mi novela Parábola de la cizaña fue reeditada en Estados Unidos por la editorial La Pereza, les dejo un fragmento de este libro salvaje. Después de 15 rechazos editoriales, y de mucha necedad, creo que esta novela agranda el estrecho y dulzón continente literario nacional, un territorio con mucho bluff, con muchas relaciones públicas, mucho lobby literario y poquita literatura. Digamos, pues, que se trata de un continente con fisuras.

Espero que le interese este pedazo de Parábola de la cizaña.

* * * * *

–¿Y tú por qué estás aquí?

Antes de poner el recipiente de plástico en la esquina, el enfermero hace algunos gestos de fastidio, como diciendo que está harto de oír la misma pregunta.

–Me gustan los hospitales porque aquí hay miedo, soledad y muerte. La muerte, particularmente –responde; un destello abrillanta sus pupilas. Sacude las manos y enfila rumbo al baño. Abre la llave del lavabo, el sonido atiplado de la tubería llena la habitación; la inunda mientras Xavier vuelve a poner los ojos en las hojas y descubre, con la ayuda del foco que pende del techo, más figuras. Nota que la caligrafía es temblorosa.

El enfermero regresa a la estancia; se quita la playera blanca, del mismo color del pantalón, pero éste tiene manchas de sangre en las perneras.

–Aquí no puedes estar, cabrón.

–Quiero que me digas quién trajo la carta.

Xavier se levanta de la silla, mantiene el semblante de anciano, se ve más débil, incluso pálido.

–Lárgate si no quieres que te parta la madre –levanta la voz y el brazo, parece habituado a ofender a sus pacientes.

Xavier camina directo a la salida; da media vuelta y advierte:

–Cuando caigas nadie vendrá a levantarte.

Avanza despacio. El hambre y la abstinencia de la droga le producen temblores. Los golpes en el cuerpo y el cansancio hacen estragos. Siente que la mano del enfermero le agarra el hombro y lo jala.

–¿Qué ladras, pendejo?

Xavier pretende soltarse, como lo hubiera hecho antes en un conato de pleito, pero su cuerpo no responde. Siente la respiración del enfermero entrándole al oído.

–¿Qué ladraste? –percibe los resoplidos, la voz afiebrada, como si un toro estuviera provocándolo–. No te has dado cuenta, pendejo, aquí se hace lo que yo digo –la mano aprieta el cuello–. Te sientes muy chingón, ¿verdad? En cuanto entres a la celda te van a coger. Están esperándote, ¿entiendes? Sería bueno que aprendieras a respetar —libera la garganta—. Pendejo.

Xavier cierra los ojos y presiona la carta con la mano. Piensa que la voz que acaba de oír es familiar, la misma que oyó en la patrulla. Abre los ojos, reta a su interlocutor con la mirada, quien se aleja haciendo resonar el tacón de las botas mineras. Por fin sale de la enfermería. Cruza el patio, el comedor; ve a uno de los guardias y se acerca para preguntarle:

–¿Dónde me toca?

El hombre no responde, señala la entrada de un pasillo largo, donde otro custodio contempla la luna enorme que hace su aparición en el atardecer color naranja.

–¿Qué celda me toca?

Xavier no recibe respuestas; nada más observa un tolete que apunta al centro del pasillo y asiente con la cabeza, aprieta su carta como si fuera un medallón para contrarrestar los sortilegios del enfermero. Y de entre la penumbra sale un gigante que avanza esquivando los focos del techo, evita romperlos con la frente. El pómulo izquierdo del enorme vigilante muestra una quemadura, parece que le adhirieron un parche de cuero negro; conquista el espacio por donde se mueve. Los brazos que cuelgan de los barrotes son de niños al compararlos con la estatura del guardia, el único que no lleva una porra en la mano, sino un fuste largo. El tipo camina con tranquilidad. Se detiene ante Xavier y ordena:

–Sígueme, flaco.

Regresan a la oscuridad. Xavier, tras él, observa las caras de los convictos; algunos se agarran el pene, balbucean, gimen.

–Métete, flaco.

El guardia cierra la crujía, da media vuelta, con calma, como si fuera un auto de carrocería ancha. Se aleja parsimoniosamente.

Xavier se acomoda en el suelo, recarga su espalda con la pared fría y despintada. Siente una punzada en el costado derecho, pone su mano en esa parte, una corriente de calor le recorre los labios, un líquido que no se materializa. El dolor es fuerte. Tose. Cae.

El enano ve a Xavier estrellarse contra el suelo. No lo ayuda. Se levanta del camastro y observa el cuerpo, la posición de las manos, los gestos de dolor; en seguida toma el carbón e inicia un boceto en el papel estraza: Xavier es completamente delineado en posición fetal y con la boca abierta, emite un quejido.

La noche profunda se instala en la cárcel. Algunos presos duermen; otros fingen que duermen, pero sus pensamientos son nocturnos, sueñan escenarios de infancia. Y el miedo, que todo lo puede, los palpa a esa hora, cuando la luz se extingue.

Puede ordenar la novela en el siguiente enlace:

www.lapereza.net


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