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Todos alguna vez, nos enamoramos de esa María Virginia que Sindo Pacheco inmortalizó.


Para leer La aguja hueca, fue una tragedia. El dueño del libro estaba muy asustado porque Leonardo y yo éramos menores de edad y lo podían acusar de corrupción de menores por inculcarnos la lectura de libros. Ya muchos estaban presos en las UMAP por el delito de: excesivo amor a la literatura y el arte. Aun así devoré todo lo que me cayó a mano de Agatha Christie, con trenes en los que se podía cenar y beber agua. Julio Verne, ya se sabe; Emilio Salgari, haciéndome sudar en las selvas espada y mosquete en manos; Leer a Poe, de noche me daba miedo, y para masturbarme El Decamerón. Con terror leía las “Selecciones y la Biblia” en una supe de la cortina de hierro y dos o tres lindezas del socialismo y en la otra la belleza que se puede lograr hilvanando las palabras en una página como la de aquellos Cantares. Onelio Jorge me fascinaba con sus personajes tan míos, Serpa era bien criollo, Carpentier me preparó para no dejarme engañar por el Gabo. Luis Cutiño me mostró al Nicolás Guillen potable, grande, magnífico poeta que se dejó manipular por los políticos para salvarse y salvar a Carilda. Encontré los inviernos de hambre y las miserias del clima en aquel libro de viajes que, cuando mi hijo lo leyó más de 20 años después lo comentábamos como si lo hubiera leído hace una semana y en la invasión de libros soviéticos, de los que muchísimos me gustaron. El final de Norma vino a sustituir la ausencia de las novelas de Corín Tellado, prohibidas como todo en Cuba, siempre me la robaban, pero antes me llenaban de besos las muchachas románticas. Siempre fui el mayor ratón de la libraría de mi pueblo. Mi entrañable lugar para salir de ésta dimensión y pasarla bien. En una de ésas visitas llegó a mis manos un libro que me revolcó por el piso, tomó mi cabeza y la golpeó fuertemente contra el cemento, como en las películas de ahora. Desde aquel momento ya nunca más pude ser el Corsario negro luchando por un amor imposible, ni el después conde preso en el castillo dónde le esperaba la fortuna. Por primera vez un libro hablaba de mí. Era yo corriendo por una muchacha dentro de las páginas. Yo con mi única camisa para las fiestas y la secundaria. Yo escribiendo a lápiz en las libretas escolares. Yo en mi entorno verdadero. Lo primero verdaderamente asombroso fue ver ese libro publicado por una editorial cubana, en esa fecha. (Años después lo converse con Guillermo Vidal y me aclaró todo: Es que ese Gume es un caballo y como el jurado le dio el premio Casa, tuvieron que comérselo con papas) Desde entonces ese ha sido mi libro favorito y desde que leí la última línea adoro a su autor como a mi hermano o mi hijo o algo más grande y hondo. En una ocasión lo vi en Las Tunas, Guillermo y Garrido me dijeron que fuera a saludarlo, pero no me atreví. Tenía la impresión de que si le extendía la mano se me iba a escapar hacia lo etéreo. El único reproche que le hago a Sindo es el error en el nombre, nunca debió ser Virginia sino Antonia: María Antonia está de vacaciones. Gracias Sindo Pacheco.


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