La novela más latinoamericana de Pedro Ángel Palou
Un día, a finales de 1978, mi madre llegó a la casa a la hora de la comida acompañada de un par de jóvenes desconocidos. Nos los presentó: Julio y Marvin (luego supe sus apellidos, Parrales Gómez). Eran estudiantes de medicina y de psicología en la Universidad de Puebla y se habían quedado sin remesas de sus padres por la situación en Nicaragua. Después se agravaría con la ofensiva final sandinista en 1979. Marvin tocaba la guitarra y la traía con él como Julio traía un estetoscopio. Vinieron a comer diariamente durante muchos meses. Hablamos y hablamos de Nicaragua. De Solentiname, del experimento comunitario de Ernesto Cardenal en Solentiname. Y yo intenté aprender a tocar la guitarra con Marvin, escuchando y repitiendo las canciones de Luis Enrique Mejía Godoy. La misa campesina me impresionó muchísimo. La historia del país hermano de Centroamérica se convirtió en central para mí, y para la generación anterior a la mía. El más joven de los sacerdotes jesuitas con los que convivía diariamente en mi escuela y después, Ignacio González Molina se quiso ir a la guerrilla, pero se lo impidieron sus superiores. Algunos si se fueron a combatir. Nicaragua dejó de ser un país lejano. Se convirtió en íntimo. Todas las noches esperaba las noticias en televisión para ver los avances. 1979 fue crucial para mí por el triunfo del Sandinismo (el original, el que seguimos, no el remedo en el que se ha convertido tristemente en estos días, como tantas revoluciones). También porque el papa viajaría a América Latina y especialmente a Puebla, donde yo vivía. Mi azoro cuando groseramente no saludó a Cardenal llegó al dolor cuando con Ratzinger, entonces una especie de moderno Torquemada, los condenó a él y a otros teólogos de la liberación a no poder ejercer su ministerio. En los días de la comisión de obispos, Celam, me tocó el privilegio de atender con otros jóvenes alumnos de jesuitas al padre Arrupe –el temido Papa Negro- y el contraste no pudo ser mayor. Quedé prendado del anciano etéreo, sobreviviente de Hiroshima cuya gentileza –ahora lo sé- y su sabiduría eran más los de un monje budista que un sacerdote católico.
Empecé a leer a autores nicaragüenses, cosa que en los años posteriores –con el magisterio de Miguel Donoso- resultó relativamente fácil. Me interesaron Pasos, Joaquín Cuadra, Pablo Antonio Cuadra, el propio Cardenal, José Coronel Urtecho. También Sergio Ramírez cuya crónica íntima del país a través de los cuentos me era muy cercana.
En 1985 mi relación con Nicaragua se haría, para siempre, íntima. Me hice novio de Indira –mi esposa ahora, tanto tiempo después- y lo mismo íbamos a eventos de solidaridad con su país, del que su familia se había tenido que exiliar con Somoza, pero al que volvía ella varias veces al año a ver a sus abuelos, tías, primas y primos. Mi familia también conoce el dolor del exilio y yo mismo vengo de una cortada por la guerra civil española. En los largos meses de verano –cada año-, Indira se iba a Nicaragua y yo la perdía. El primer año le escribí cartas diariamente, como si fuésemos personajes de una novela del siglo XIX. El segundo año, en cambio, le escribí como otra carta íntima, la novela que el lector tiene en sus manos en esta segunda edición.
Tomé algunas decisiones estéticas temerarias para que valiese la pena el empeño: estaría escrita en nicaragüense, un español que me fascinaba y que escuchaba, pero sobre el que tenía que investigar a fondo. Sucedería en Nicaragua y el
tema sería la traición de la amistad. Un soldado contra apresa y tiene que matar a un viejo amigo al que tiempo atrás él mismo llevo al Sandinismo. Debería ser un monólogo nostálgico también sobre todo lo que estaba a punto de perder frente a la muerte en manos de su antiguo mejor amigo, ahora en el bando contrario, el gordo Valdivia. Debería ser un canto de amor al país que se pierde que, sentía yo, era un homenaje al exilio de Rosalina, la madre de Indira, y a mi propia novia de entonces. Carta y canto.
Tenía varios problemas enfrente: no conocía Nicaragua. Mi cercanía con el país era a través de mi cariño, no de la geografía. Coloqué un mapa en el corcho frente a la pared de mi escritorio. Investigué sobre la flora y la fauna del país. Sobre sus ríos, sus pueblos, su historia nacional y su microhistoria. Había leído a Claribel Alegría –como novelista y como ensayista- y esa novela corta, La Montaña es algo más que una inmensa estepa verde, de Omar Cabezas. Trabajé con ahínco en la hemerografía de la revolución. Cortázar había también escrito recién su Nicaragua, tan violentamente dulce. Carlos Fuentes había escrito un memorable discurso al recibir la medalla Rubén Darío. Yo estaba empapado de Nicaragua. Llegué a tener cerca, en plena investigación-escritura, casi cien libros. Y un glosario, o mejor un pequeño diccionario del idioma.
Escribí esta novela en mes y medio. Poseso. Diez horas diarias me encerraba en mi cuarto, que en realidad era una manera de salir de mi ciudad, de mi país e irme vicariamente a Nicaragua con Indira. Esta carta de amor íntima, personal, ve la luz de nuevo gracias a La Pereza. Nada me puede hacer más feliz que un editor nicaragüense, Dago Sásiga, radicado en Miami, la vuelva a poner a la luz. He ido desde entonces a Nicaragua en varias ocasiones, he conocido a mi familia y a escritores que admiraba. He hecho antologías de poesía nicaragüense y he entrevistado a Pablo Antonio Cuadra y he conversado con Anastasio Lovo y Erwin Silva a quienes considero herederos de esa gran tradición literaria y hoy considero amigos. He, sobre todo, seguido leyendo su literatura que siento mía.
Porque el amor si bien puede ser banal cuando se comparte más allá de la pareja, deja traslucir otras venas abiertas del alma humana. El novelista es eso: un juez de instrucción del alma humana. Yo he escrito un solo libro –en múltiples volúmenes-, el libro de la desilusión (religiosa, política, amorosa, vital). Este Como quien se desangra, que es también un homenaje a Ricardo Guiraldes, a Manuel Escorza y su Garabombo el invisible, es mi novela telúrica, la más latinoamericana, pero es también un canto desesperado sobre la traición de un amigo y la desilusión política. Creo que leerla en 2018 la revitaliza, porque sigue siendo actual, como si la hubiese escrito ayer un hombre que ha pasado del medio siglo y no el joven de veinte años que se atrevió a pensar, a sentir, e incluso a hablar en nicaragüense. Ojalá el lector la quiera tanto como yo.